El despertador sonó a las siete, como cada mañana. Como cada mañana,
se despertó cansado: le pesaban los párpados, le dolía la espalda y emitía
gemidos extraños cada vez que se levantaba de la cama. Miró a su lado y ahí
estaba Lucía, aún dormida, dándole la espalda.
Dejó la ducha encendida y se miró al espejo. Las arrugas se hacía cada
vez más numerosas y evidentes en su rostro. Todos los días durante los últimos
cinco años escudriñaba su cara en busca de nuevos signos del paso del tiempo, y
cada uno de esos días se sentía horrorizado por alguno nuevo.
A pesar de lo que la gente pudiera pensar, e incluso de la imagen que
él mismo trataba de transmitir, no se consideraba una persona feliz. Había
renunciado a sus sueños siendo aún muy joven, y aquello le había pasado
factura. Amaba el éxito, la popularidad, ansiaba el reconocimiento público más
que ninguna otra cosa; sin embargo, carecía del valor necesario para conseguir
todo eso. Con poco más de veinte años tuvo la ocasión de marcharse a una ciudad
más grande, con más oportunidades y más actividad creativa; tenía los medios
económicos y el apoyo de su familia, pero no fue suficiente. La simple idea de
alejarse de sus padres le hacía sentirse desnudo e indefenso, sin nadie que
pudiera solucionarle los problemas ante el más mínimo signo de flaqueza.
Ahora, con una carrera mediocre como creativo de una empresa mediocre
en una mediocre ciudad y diez años más encima, no había día que no se
arrepintiera de aquella cobarde decisión, aunque jamás lo exteriorizara.
El siguiente fracaso en su vida fue casarse con una mujer a la que no
amaba.
Conoció a Lucía con veintitrés años, y se casó con ella a los
veinticinco. Ella era una buena chica, de una familia decente y con una
prometedora carrera en la judicatura, y se enamoró de él nada más conocerlo. A
él le parecía graciosa, pero poco más. Sin embargo, sus padres vieron en Lucía
a la nuera perfecta y, una vez más, su voluntad pesó más que el deseo de su
hijo.
Después de aquello, se entrego más en cuerpo que en alma a su carrera
profesional, lo cual le permitía estar poco en su casa a la vez que guardaba
las apariencias de cara a la galería. Intentó llenar su vacío emocional en
muchas camas, y prometió a otras tantas chicas que lo dejaría todo para fugarse
con ellas a un lugar perdido del Sahara. Repitió aquellas mentiras tantas veces
que casi acabó por creerlas.
Bajo la ducha, imaginaba todas las mañanas cómo iba a cambiar aquello,
todos los errores que había cometido y todas sus decisiones equivocadas. Sentía
que el agua le depuraba de todo el fracaso acumulado, podía notar como se
desprendía de su piel, como se iba a través del desagüe junto a la espuma, y
abandonaba su cuerpo para siempre. Sin embargo, al salir de la ducha y ver su
cepillo de dientes junto al de su esposa, notaba de nuevo un ligero peso sobre
él, y este aumentaba cuando volvía a ver su rostro reflejado en el espejo.